LALO
ERRECALTE

EL
SEÑOR DE LA NOCHE
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Nacemos con un capital inalienable, intransferible,
del cual –con el transcurrir del
tiempo-, podemos disponer a nuestro arbitrio.
También es cierto que esa disposición
estará condicionada por hechos
y circunstancias que no siempre dependen
de nosotros mismos. Como dijera Ortega
y Gaset: yo soy yo y mis circunstancias.
Pero –también es cierto-,
en nuestra naturaleza traemos los genes
que nos dirigen –conciente o inconscientemente-,
en una dirección determinada. Es
parte de ese arbitrio que queda librado
a nuestro mejor saber y entender. Aún
cuando no sepamos ni entendamos.
Desde muy chico y desde muy joven fue
definiendo su personalidad, sus gustos,
su estilo. En definitiva: su vida. Y en
ese andar fue definiendo su personalidad.
Generalmente, tenemos la tendencia a querer
explicarnos o querer comprender el porqué
de la vida de los demás. El porqué
hizo –o no hizo- esto o aquello.
Y –generalmente-, esto no sirve;
y menos sirve –precisamente-, a
quien –y sobre el cual-, nos planteamos
los interrogantes. Muchas veces es mejor
aceptar las cosas como son. Y mejor aún:
aceptar sobre quien sea, como es. Así
resulta muchas veces mejor comprender
“al otro”. Sobre todo si sobre
ese “otro” se tienen afectos
y se ha disfrutado de su compañía.
Fue como fue: dueño de muchas noches.
Casi que podría decirse que fue
el dueño de todas las noches de
las que pudo “apoderarse”,
de las que pudo meterse dentro de su corazón
y de su alma. Dueño de muchos amigos,
a quienes ganó por su nobleza,
por su conducta sin dobleces, por su franqueza
hasta consigo mismo; por su generosidad
y simpleza.
Con toda una vida llena de amigos que
dispensaban sobre él sus mejores
afectos, que disfrutaban de su compañía
y de todas sus cosas, había en
algún momento de sus reflexiones,
de sus charlas, en su voz, cuando entonaba
una canción y aún en el
sonido de las cuerdas de la guitarra,
un lejano eco casi inaudible de tremenda
soledad.
Hombre de mundo, quizás muchas
mujeres desfilaron por sus noches. Quizás
–a su manera-, a todas las amó
y las protegió. Pero hubo una –esa
que de mujer solo tiene la forma-, que
fue la inseparable compañera de
todas sus andanzas y aventuras; esa que
tanto de noche como de día, era
su propia voz, su propia alma, su propio
cuerpo; esa que por él hablaba
y esa que quizás –de tantas
jornadas juntos-, estaba hecha para él,
porque por él hablaba y por él
sentía: su guitarra. Ella en definitiva
fue su gran amada. Porque a ella podía
tenerla en sus brazos, rodearla de ternura,
acariciarla y deslizar sus dedos por entre
el inagotable y místico sonido
del diapasón de sus cabellos, que
devolvían en sus seis cuerdas aquellos
trinos tiernos que él quería
para regalo de sus oídos; de los
suyos, y de quienes se congregaban a su
entorno. Tal vez en ella veía a
esa mujer única que nunca llegó,
o que quizás una vez se fue y nunca
regresó; o a la que nunca –Dios
sabrá porqué-, pudo, o no
se atrevió o no tuvo la oportunidad
de alcanzar. Porque tal vez, no la conoció
nunca y solo existió en su imaginación.
Sincero
con todos y consigo mismo. “No sigan
mi ejemplo”, aconsejaba a los jóvenes.
Y en esta frase se condensaba la peor
de las resacas: sentirse devorado de soledad.
Es que a pesar de tantos amigos y amigas,
del profundo cariño –recíproco-
de su hermana y su familia, a pesar de
saberse y sentirse querido por muchos,
el regreso a casa en los últimos
años, debe haber sido penoso, difícil
de sobrellevar. Un poco no querer que
la noche se terminara. Para no tener que
reiniciar el monólogo con su propia
conciencia. Porque mientras su abnegada
y venerada madre –a la que adoraba-
vivía, él sabía que
al llegar, podía cobijarse en su
cálido regazo. Pero es que a la
desaparición temprana de su padre
y la falta posterior de su madre dejó
un vacío en su espíritu,
que resultó imposible de llenar.
Era señor en cualquier lugar y
en cualquier condición. Era señor
en la mas apacible mañana campera,
escuchando el mugido y balidos de la hacienda
o el relincho de un caballo tras un plácido
descanso, o como en la mas tumultuosa
noche invadida del vaho del alcohol, del
humo del habano y de la tempestuosa compañía
de muchachas descarriadas. Porque –ni
en la obnubilación total-, perdió
el sentido del respeto y el señorío
ante nadie. Porque muchas madrugadas iba
a lugares donde se encuentran ese tipo
de “niñas” (como siempre
prefirió denominarlas) que dan
consuelo a los solitarios, solo a charlar,
a oficiar casi diría de confesor,
a escuchar de sus penurias y tristes experiencias,
tan solo para sentirse bien consigo mismo.
Tal vez para dar y recibir consuelo. O
quizás para no saberse tan solo
en su auto provocada desventura. O tal
vez –o sin tal vez-, para encontrar
sentido a su destino. Porque era un tipo
sensible y era un tipo inteligente. Y
es por eso precisamente, que es mas común
que resulte mas difícil tratar
de explicarse las cosas a sí mismo.

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