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EL SEÑOR DE LA NOCHE

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Nacemos con un capital inalienable, intransferible, del cual –con el transcurrir del tiempo-, podemos disponer a nuestro arbitrio. También es cierto que esa disposición estará condicionada por hechos y circunstancias que no siempre dependen de nosotros mismos. Como dijera Ortega y Gaset: yo soy yo y mis circunstancias. Pero –también es cierto-, en nuestra naturaleza traemos los genes que nos dirigen –conciente o inconscientemente-, en una dirección determinada. Es parte de ese arbitrio que queda librado a nuestro mejor saber y entender. Aún cuando no sepamos ni entendamos.
Desde muy chico y desde muy joven fue definiendo su personalidad, sus gustos, su estilo. En definitiva: su vida. Y en ese andar fue definiendo su personalidad.
Generalmente, tenemos la tendencia a querer explicarnos o querer comprender el porqué de la vida de los demás. El porqué hizo –o no hizo- esto o aquello. Y –generalmente-, esto no sirve; y menos sirve –precisamente-, a quien –y sobre el cual-, nos planteamos los interrogantes. Muchas veces es mejor aceptar las cosas como son. Y mejor aún: aceptar sobre quien sea, como es. Así resulta muchas veces mejor comprender “al otro”. Sobre todo si sobre ese “otro” se tienen afectos y se ha disfrutado de su compañía.
Fue como fue: dueño de muchas noches. Casi que podría decirse que fue el dueño de todas las noches de las que pudo “apoderarse”, de las que pudo meterse dentro de su corazón y de su alma. Dueño de muchos amigos, a quienes ganó por su nobleza, por su conducta sin dobleces, por su franqueza hasta consigo mismo; por su generosidad y simpleza.
Con toda una vida llena de amigos que dispensaban sobre él sus mejores afectos, que disfrutaban de su compañía y de todas sus cosas, había en algún momento de sus reflexiones, de sus charlas, en su voz, cuando entonaba una canción y aún en el sonido de las cuerdas de la guitarra, un lejano eco casi inaudible de tremenda soledad.
Hombre de mundo, quizás muchas mujeres desfilaron por sus noches. Quizás –a su manera-, a todas las amó y las protegió. Pero hubo una –esa que de mujer solo tiene la forma-, que fue la inseparable compañera de todas sus andanzas y aventuras; esa que tanto de noche como de día, era su propia voz, su propia alma, su propio cuerpo; esa que por él hablaba y esa que quizás –de tantas jornadas juntos-, estaba hecha para él, porque por él hablaba y por él sentía: su guitarra. Ella en definitiva fue su gran amada. Porque a ella podía tenerla en sus brazos, rodearla de ternura, acariciarla y deslizar sus dedos por entre el inagotable y místico sonido del diapasón de sus cabellos, que devolvían en sus seis cuerdas aquellos trinos tiernos que él quería para regalo de sus oídos; de los suyos, y de quienes se congregaban a su entorno. Tal vez en ella veía a esa mujer única que nunca llegó, o que quizás una vez se fue y nunca regresó; o a la que nunca –Dios sabrá porqué-, pudo, o no se atrevió o no tuvo la oportunidad de alcanzar. Porque tal vez, no la conoció nunca y solo existió en su imaginación.


Sincero con todos y consigo mismo. “No sigan mi ejemplo”, aconsejaba a los jóvenes. Y en esta frase se condensaba la peor de las resacas: sentirse devorado de soledad. Es que a pesar de tantos amigos y amigas, del profundo cariño –recíproco- de su hermana y su familia, a pesar de saberse y sentirse querido por muchos, el regreso a casa en los últimos años, debe haber sido penoso, difícil de sobrellevar. Un poco no querer que la noche se terminara. Para no tener que reiniciar el monólogo con su propia conciencia. Porque mientras su abnegada y venerada madre –a la que adoraba- vivía, él sabía que al llegar, podía cobijarse en su cálido regazo. Pero es que a la desaparición temprana de su padre y la falta posterior de su madre dejó un vacío en su espíritu, que resultó imposible de llenar.
Era señor en cualquier lugar y en cualquier condición. Era señor en la mas apacible mañana campera, escuchando el mugido y balidos de la hacienda o el relincho de un caballo tras un plácido descanso, o como en la mas tumultuosa noche invadida del vaho del alcohol, del humo del habano y de la tempestuosa compañía de muchachas descarriadas. Porque –ni en la obnubilación total-, perdió el sentido del respeto y el señorío ante nadie. Porque muchas madrugadas iba a lugares donde se encuentran ese tipo de “niñas” (como siempre prefirió denominarlas) que dan consuelo a los solitarios, solo a charlar, a oficiar casi diría de confesor, a escuchar de sus penurias y tristes experiencias, tan solo para sentirse bien consigo mismo. Tal vez para dar y recibir consuelo. O quizás para no saberse tan solo en su auto provocada desventura. O tal vez –o sin tal vez-, para encontrar sentido a su destino. Porque era un tipo sensible y era un tipo inteligente. Y es por eso precisamente, que es mas común que resulte mas difícil tratar de explicarse las cosas a sí mismo.




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