EL
NEGRO CASTELLANOS
Policía, cuco... un
tierno gigante negro
Por
aquella épocas, lejanas é ingenuas, existía
el cuco. El cuco era algo inmaterial pero enorme, algo inanimado
pero terrorífico,algo nebuloso pero muy concreto y
según parece un ente siempre atento al llamado de los
mayores para atemorizar a los menores, en especíal
cuando esto permitían ejercer el humano derecho a la
desobediencia.
A
pesar de esta constante amenaza, el va a venir
el cuco y te va llevar no tenía demasiada
credibilidad en las mentes infantiles, por la sencilla
razón de que nadie había visto un cuco.
Pero en Toay la cosa era muy distinta
porque el cuco en cuestión era un ser de carne
y hueso, visible a la luz del día y por cierto,
utilizando hasta el hartazgo el apoyo de las actividades
represoras de padres, tutores y demás encargados
de modelar nuestra niñez.
El cuco de Toay era un buen hombre,
de nombre ignorado y de apellido Castellano, un sinónimo
de terror y para muchos de los chicos de aquel tiempo,
una figura imposible de olvidar.
Castellano era un modesto policía,
pero su fama de lobo feroz ha tenido sin duda alguna,
una gran influencia en el crecimiento, la salud y hasta
la educación primaria de
toda una generación toayense, habida
cuenta de la |
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enorme cantidad de platos de sopa, jarabes, cataplasma, vacunas,
inyecciones y deberes escolares trasegados con temor, bajo
el anuncio de su presencia.
Recuerdo haberlo visto una vez muy de cerca. Yo era muy chico
y estaba jugando solo en la vereda de mi casa, cuando en ese
momento se detuvo casi a mi lado su famoso caballo negro,
con el correspondiente jinete encima enfundado en un uniforme
negro, del que sobresalían dos manos negras de las
mangas y bajo de la gorra, me observaba un rostro negro cruzado
por una sonrisa de dientes blanquisimos. Aquello era la imagen
fantasmal del miedo, absoluta, definitiva y presente.
El miedo, lo aprendí entonces, es capaz de preever
al cuerpo de una rigidez estatuaria, incluyendo el enclavamiento
al piso y todo intento de salir huyendo queda anulado por
un rigor mortis absoluto. Otros tiempoque vendrían
después me proporcionaron otros sustos, pero aquel
de la vereda indudablemente se llevaría las palmas
en un ranking de julepes descomunales.
Supongo que el buen Castellano, quien por otra parte tal vez
nunca pensó en detenerse frente a mi, habrá
seguido en paz su camino habiendo verificado que aquel infante
no corría allí ningún peligro, pero aquel
episodio interrumpió por un tiempo mis escapadas solitarias
a jugar en la vereda.
Con el crecimiento, nos enteramos que detrás de aquel
mito de terror se cobijaba un alma buena y noble, con todo
el amor y la temura propia de los seres que aman verdaderamente
a los niños.
Cuentan los ángeles que el buen Dios, para quiénes
no existen las leyendas que inventan sus hijos, tiene a su
lado un tierno gigante negro, con una sonrisa de dientes blanquísimos,
que se ocupa de cuidar a los pequeños cuando salen
ajugar porlas veredas arenosas de los cielos.
Por Rodrigo Fernández
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